Ayer, 30 de abril, estuve presente en un taller titulado Círculo del tabaco. Una experiencia diferente a cualquier otro tipo de taller terapéutico a los que, de vez en cuando, he asistido.
Diez personas sentadas en el suelo, formando un círculo alrededor de un fuego simbólico, para abrir sus mentes y conectar con la madre naturaleza, como lo hacían antiguamente los indios, esos que me vienen a la memoria, de las películas de indios, cuando se reunían alrededor de una hoguera purificadora, en la que contaban historias, cantaban y pedían protección a sus espíritus.
Diez personas con la predisposición de abrirse al resto, conectadas en armonía, para iniciar un camino, sin movimiento, de la mano de la terapeuta.
La forma del círculo representa la perfección en sí misma. La unidad. Lo absoluto. El círculo simboliza el cielo, lo espiritual, en relación con la tierra, lo material. La conexión entre ambos se hace a través del humo, que es el vínculo de lo divino con lo humano. Dentro del círculo todo es magia.
Anna iniciaba la terapia explicando cómo funciona el círculo. El tabaco es una planta sagrada que se utiliza para conectar con los guías espirituales, abrir nuestra mente para liberar a los demonios y para sanar lo material y lo inmaterial a través de esta potente medicina.
El humo debe exhalarse hacia el cielo (arriba), la tierra (abajo) y a cada lado (derecha e izquierda). Se representa así, la conexión con los cuatro elementos: aire, tierra, fuego y agua.
Tomas consciencia con tu ser y con los que comparten el círculo. Respetas los turnos de parlamento. Sólo habla uno cada vez y los demás escuchan atentos.
Anna nombró a dos representantes que tenían un papel muy importante durante toda la sesión. Son los únicos que podían ofrecer el fuego, para encender y mantener vivo al tabaco y el agua, para salivar e hidratar el espíritu.
Cuando nos tocaba el turno, el parlamento se iniciaba con una letanía: —ahjo abuelo tabaco—, que pronunciaba el orador.
Como que estamos en época de covid y no se permite compartir una misma pipa, la terapeuta insistió en que cada uno usara su purito. El ritual consiste en fumar el purito y exhalar el humo hacia el cielo, la tierra, hacia la derecha e izquierda. Después se presenta como hijo o hija de… y padre o madre de… si se daba el caso.
Una vez se hacían las presentaciones, compartía con nosotros sus emociones más profundas, pensamientos o anécdotas que le habían surgido en algún momento de su vida, lejana o próxima en el tiempo.
Los demás permanecían en silencio, atentos a sus palabras. Y cuando acababa de hablar, se despedía con la frase: «ajo abuelo tabaco» y pasaba el turno a la siguiente alma.
Cuando llegó el momento de cerrar el círculo, Anna repartió algunos instrumentos de percusión entre los asistentes y le pidió a uno en concreto, que marcara el tempo. Los demás se iban apuntando a la melodía improvisada cuando se sentían preparados. Uno a uno aportaba su pedacito de cielo, creando un todo. Fluyendo.
Con el ritmo de los palos y la calabaza, se empezó a crear una atmósfera que, si la pudiera materializar, sería como una tarta de manzana hecha con mucho amor.
Con los ojos cerrados, concentrado en la melodía rítmica, de repente, toda la piel de mi cuerpo se erizó. Desde los pies a la cabeza. Anna empezó con un cántico tradicional. Tuve la sensación de que me encontraba en el bosque, rodeado de paz e iluminado por la luz de las llamas de la hoguera.
Después, la melodía de percusión y el cántico, fueron desvaneciéndose en el ambiente hasta que llegó a ser un finísimo susurro, momento en el que volví a estar en el taller de Barcelona.
De golpe, mi alma, se había trasladado desde algún frondoso bosque al eixample de Barcelona, como si se tratara de un viaje astral, extraño y emocionante a la vez.
Finalizada la sesión, esa atmósfera que había imaginado, se convirtió realmente en una tarta de manzana que, por cierto, estaba buenísima.